martes, 6 de diciembre de 2011

Ironía: arte y pensamiento


Durante la presentación del libro Ironía: arte y pensamiento, la autora, Elizabeth Sánchez Garay expresó las intenciones que la animaron a elaborar este texto.


Cuando escribo un texto, sobre todo de un tiempo para acá, y eso seguramente tiene que ver con la edad, me incita el duende borgeano de propiciar una amena conversación con los posibles lectores. Quisiera que mis escritos poseyeran el don de la ligereza, esa cualidad tan apreciada por Nietzsche, Voltaire o Italo Calvino.

No sé si lo logro, pero, al escribir, imagino una gran charla entre los escritores a los que leo… entre ellos conmigo… entre mis posibles lectores y los autores a los que leo y los que ellos leen… entre todos nosotros con autores no leídos, inexistentes y acaso improbables, y así al infinito… o casi. Es como sucede con la música donde hay un centro tonal que se construye a partir del juego de múltiples melodías que llenan el espacio sobre el fondo del silencio primordial. 

En realidad, lo menos importante en  esta conversación colectiva es llegar a acuerdos. Lo significativo es crear nuevos mundos y alentar reflexiones insospechadas. He ahí el por qué me gusta tanto la ironía.

Ahora bien, sé que mis libros, a diferencia del de Borges, son de carácter académico, qué le vamos a hacer.  No obstante, espero que en ellos se encuentren los resquicios para que el pensamiento encuentre espacios por dónde deambular, para gestar un diálogo en libertad y sin cortapisas, un intercambio de ideas que provoquen intensas polémicas, amables discusiones, sonrisas por las coincidencias. Como diría el gran escritor irónico latinoamericano, Macedonio Fernández, “La obra deseada es la obra en realización, no la obra concluida, de modo que el texto pueda ser para el lector más como un lento venir viniendo que como una llegada”.

Ese ir viniendo es propio de la ironía. Hablar de ella es hablar necesariamente de algo inconcluso. Cerrar la reflexión, concluirla, significaría acabar con la ironía misma. No sólo porque el concepto es elusivo e enigmático, sino porque la ironía es como un polvorín que hace estallar la concepción de que existe una realidad unívoca y cercada.

Precisamente, lo que me ha atrapado de este tema, que seguiré y seguiré escudriñando, a sabiendas que no hay puerto seguro de llegada, es la etérea promesa de que el pensar irónico acaso permita despojarme, despojarnos, de lugares comunes, de inercias reflexivas, de prejuicios o juicios que se sustentan en nombre de la verdad absoluta, esa palabra que ha sido utilizada para crear los males más terribles de nuestro mundo.

Desde esa perspectiva, la ironía como figura retórica que se utiliza para decir una cosa distinta de lo que se dice me parece reducida. No porque carezca de importancia. En absoluto. En épocas de oscurantismo ha sido crucial para evadir la censura, porque el dogmático, el tirano o el fanático, casi siempre con mucho poder, pero poca inteligencia, no suelen reconocerla. La historia de América Latina está plagada de dictadores, pero también de grandes ironistas, y eso no es casualidad.  

Ciertamente, la ironía es simulación, pero es también algo mucho más complejo: forma y conciencia de la paradoja, nos dice Schlegel. A través de ella es posible des-estructurar lo que se consideraba estructurado. Sólo así, como lo hace el niño nietzscheano, es posible abrir cauce a lo que no se conoce todavía, a lo que no se sabe o no se ha dicho.  Es como el arte de la fuga.

Julio Cortázar dice que escribe por falencia, por descolocación, desde un intersticio, con el sentimiento de no estar del todo. Así piensan, escriben o crean, también, los autores a los que he analizado en mi libro. Son autores que destejen lo que otros consideran un tejido perfecto; llámese lenguaje, mundo o yo.

Ellos estimulan un pensamiento no sistemático porque parten de reconocer la fragilidad del hombre y las paradojas del mundo, porque se alejan de la repetición irreflexiva de normas y valores vigentes. Algunos, como Sócrates, pagaron cara la osadía. Otros, como Nietzsche, Virginia Woolf y el personaje de Teresa, en La insoportable levedad del ser de Kundera, se apartaron de la carretera por donde muchos caminan seguros porque suponen que todo es como tenía que ser.

La ironía impide atrincherar las ideas. Abre espacios a la creación porque hace polvo las pesadas losas de los saberes anquilosados y rancios. Le resulta difícil prescindir del arte. La ironía, como el nombre del libro, es arte y pensamiento.

Como la modernidad ha producido muchos desasosiegos, la ironía es propia de la época. Va por un camino distinto de la idea del progreso. Por eso a lista de autores irónicos es muy amplia. He tenido que elegir aquellos que, desde mi punto de vista, son dignos representantes del pensar irónico. Mas no puedo dejar de mencionar a otros que también siguen por la misma senda y que, personalmente, me atraen mucho, como Ovidio, Kafka, Beckett, Borges, Rulfo, Buñuel, Cortázar, los dadaístas, Escher, Lynch o Terry Gilliam, por mencionar algunos. Como era imposible abarcarlos a todos en un solo texto, he seguido el consejo de Macedonio Fernández quien dice, literalmente: Huyo de asistir al final de mis escritos, por lo que antes de ello los termino.

Esto me lleva a comentar la tercera parte del libro porque rompe con los esquemas tradicionales de los textos. Por lo general, como ustedes ya saben, un libro inicia con una idea que será desarrollada hasta la última página del mismo.

En este caso, he terminado con un nuevo comienzo. Es decir, la última parte es el inicio del siguiente libro. He tenido dos motivos para hacer eso. En primer lugar, y de manera prioritaria, digamos que este segmento es un homenaje a los ironistas que he analizado. De manera especial, es un homenaje a Si una noche de invierno un viajero de Italo Calvino, donde el autor desea mostrar que el verdadero misterio de un libro no radica en su final, sino en su comienzo, con el fin de sugerir la idea de que sólo existen lecturas y no textos. Es un homenaje también a los autores de lo múltiple, aquellos que piensan que la lectura es un ir viniendo.

En segundo lugar, porque en el camino he encontrado algunos elementos que, me parece, están en un cierto tipo de ironía. Me refiero a la vinculada con el humor. Esa ironía presente en la obra de autores que, siguiendo el ejemplo de Cervantes, organizan una visión de mundo fundada en pareceres, en circunstancias de vida, no en unívocas objetividades. Ellos asumen con humor las paradojas de la vida porque su realidad es ondulante y tornasolada. Si se analizan los cuatro elementos que aparecen en este tipo de ironía; me refiero a la paradoja misma, la multiplicidad, la intertextualidad y la levedad, quizá podamos coincidir en que contribuyen a desterrar cualquier atisbo de dominio y a poner en tela de juicio las propias convicciones. Estas cualidades invitan a aligerar el espíritu para elevarse sobre la realidad y llegar en vuelo a otra comprensión de la misma. Ellas invitan a ver de nuevo el mundo, desde la materia sin peso de la palabra, desde la mirada suspendida, desde la ingrávida concreción de la forma.

En fin, sé que el vino nos espera y es mejor continuar la charla abajo de esta mesa. Antes, siendo fiel a mi deseo de invitarlos a dialogar con mis autores predilectos, terminaré con un pequeño relato irónico de Tarufo Imagachi, quien me fue presentado por Italo Calvino. La narración se llama La luna en el bolsillo:

Una noche la luna camina por la calle llevándose a sí misma en el bolsillo. En la cuesta se le desata el lazo de un zapato. La luna se inclina para atarse el zapato y se le cae del bolsillo la luna, que echa a rodar veloz por la calle asfaltada y mojada por una lluvia repentina. La luna corre tras la luna, pero la distancia aumenta por la aceleración de la gravedad de la luna que rueda. Y la luna se pierde a sí misma en la niebla azul, allá en el fondo de la cuesta.

Muchas gracias.

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