Las ciudades y la comunicación
Yo creí llegar a Ba-el Ab, pero ella llegó a mí. Creí andar por sus callejuelas, pero me topé conmigo mismo. Lo mismo y lo otro, coexistencias que permiten y justifican nuestros diálogos, son los componentes de sus constructores y sus colonos. Entre ellos, entre nosotros, la comunicación se volvía inútil por identidad o se tornaba imposible por excentricidad. No cabía tampoco el azar: o algo era seguro o era irrealizable. Nunca nadie ganó ni soñó con lo imposible. Por eso creo que Ba-el Ab no es feliz, pues comunicar significa poner en circulación incluso los temores. Maldecir también es entrar en contacto con el otro y con esa parte de uno mismo que le otorga a aquél, con esa parte que nos hace odiarlo y sentirnos vivos.
El pasado día 23 de abril se presentó en el Centro Cultural Barrio Antiguo Monterrey (BAM) el libro Los signos de los tiempos, coeditado por el COZCyT, la UAZ, el CICAHM y Plaza y Valdés. El texto pertenece a la colección El jardín de Epicuro.
El autor, Jesús Becerra Villegas, es profesor de la Universidad Autónoma de Zacatecas y profesor invitado del Doctorado en Artes y Humanidades del CICAHM-CEMARTH
Participaron como comentaristas los doctores Jesús
Eduardo Oliva Abarca, Elizabeth Sánchez Garay y Miguel G. Ochoa Santos
Eduardo Oliva Abarca, Elizabeth Sánchez Garay y Miguel G. Ochoa Santos
En el libro de Jesús Becerra se dan
cita temas variados que, presentados a través de vertiginosas reflexiones
evocan los imperativos calvinianos de la levedad y la rapidez, porque, como el
mismo autor refiere “el sentido se alcanza al vuelo, no en lo estático”
(Becerra, 2010: 17), frase que, quizá por una mera sospecha –que bien puede ser
atinada o incorrecta, en ello radica el riesgo y el deleite de la
interpretación— devela la finalidad del texto: encontrar, o, si se prefiere,
reencontrar el sentido. Para tal empresa, Los
signos de los tiempos emplea como trampolín el peculiar libro en que Calvino, a
través de Marco Polo, expone una cartografía que, aunque imaginaria, incita al
lector a adentrarse en esas ciudades en las que habitan y circulan no seres
imaginarios que emulan personas reales sino las ensoñaciones y las pasiones
humanas mismas.
Jesús Becerra reconstruye los
itinerarios que el mismo Calvino se ha propuesto trazar mediante el lenguaje.
La imagen no puede ser más reveladora: el lector es encantado por las
descripciones de Calvino, de manera parecida al embeleso que experimenta Kublai
Kan ante los relatos que Marco Polo refiere de ciudades que no son otra cosa
que deseos, fantasías y anhelos de un viajero cuya meta no es el arribo al
destino sino el regocijo del viaje. ¿Y qué es un lector sino un trotamundos
guiado únicamente por sus intuiciones y por las palabras de otros a los que,
sin importar fechas o lugares, siente próximos? Los signos de los tiempo constituye la crónica de viaje de un lector
en su peregrinar incansable en pos del sentido.
La más adecuada manera para abordar el
libro de Jesús Becerra sería, pues, recorrer la misma ruta que él ha
bosquejado, revisitar los territorios en los que se ha adentrado. En este
sentido, la estructura de Los signos de los tiempos pareciera remitir a una bitácora en la que las andanzas del lector
viajero no se encuentran constreñidas a un tiempo cronológico sino más bien
vivencial, modo único para deambular por esas ciudades ucrónicas imaginadas por
Calvino y referidas por Marco Polo.
Fragmento del comentario de Jesús Eduardo Oliva
Creo que la arquitectura sinuosa de su natal
zacatecas y las fachadas barrocas de algunos de sus edificios históricos han
marcado el temperamento de Jesús, aunque la serenidad neoclásica suya, también
presente en aquel espacio urbano, contrasta con la proliferación rizomática de
la escritura literaria. De hecho en el libro que hoy presentamos, el lector
encontrará una tensión productiva entre orden racional y contingencia
pos-estructuralista.
Cuando leí por primera vez el
borrador de Los signos de los tiempos, me entusiasmé e invité de inmediato a Jesús a publicarlo en
nuestra colección El jardín de Epicuro. A
pesar del aparente choque con la línea
ensayística de ésta, Los signos son, a mi parecer, una suerte
de lección semiótica en acto por su
modo de pensar los complejos vínculos existentes y ausentes entre mundo, imaginación y espacio simbólico.
Pasiones humanas y espacios imposibles confluyen en la página para constatar las expansiones y dilataciones de la
condición humana en su discurrir temporal: identidades que se han
cansado de ser ellas mismas y desean un cambio radical; enamorados oscuros del
lenguaje que buscan evocar el mundo mediante los ardides y retruécanos del signo, sabiendo que éste es sólo una pálida sombra del mundo y no el mundo mismo.
Acaso podría decirse que en Los
signos, la ciudad es una metáfora de pasiones y deseos humanos cuya
disposición espacial adquiera la forma de una huella simbólica que el
lector-viajero debe descifrar y al mismo tiempo degustar, como puede advertirse
en relato de la ciudad
efímera de Eufonía:
(…) ciudad hecha de las aspiraciones de la
gente, pero nunca cimentada en posibilidades
duraderas. Es una ciudad que juega y que permite visualizar cómo sería ella misma si estuviera construida de
materia perdurable, pero los atisbos que permite
siempre terminan por escurrirse. (20)
El recuerdo, el amor, la frustración, la
nostalgia tienen sabores y colores que estallan en los ojos y la boca del
lector-viajero porque forman parte del extraño suceso de la inmanencia humana,
inmanencia cuya sustancia asemeja a todos los individuos en total sintonía con
las diferencias que los hacen inigualables, abriendo posibilidades de una empatía
laica y dolorosa donde la comunicación no siempre acaece, donde la verdad es
desenmascarada como una pieza de los sistemas fervorosos.
Fragmento del comentario de Miguel Gabriel Ochoa Santos
Podría decirse
que Los signos de los tiempos de
Jesús Becerra Villegas es un homenaje a Las
ciudades invisibles de Italo Calvino.
O bien, que es un acto de amor, un placentero diálogo con el escritor italiano,
una prolongación de historias existenciales que carecen de inicio y de fin.
Así como Calvino aspira a que la
deshabitada ciudad nos habite a nosotros, para no perder la mínima posibilidad
de generar un ligero impulso hacia la felicidad, el libro de Jesús explora
caminos luminosos para darle nombre a los deseos, los recuerdos, los
intercambios, las relaciones amorosas.
No es un libro que se lee de tajo
porque induce a pensar sin domeñar las ideas. Así, al margen de
sistematizaciones formales, el autor ha preferido seguir el camino del narrar,
de contarnos historias que como luciérnagas fugaces incitan al lector a
rastrear su zizagueo para encontrar infinidad de lecturas posibles.
Como el arte experimental que es
analizado por Kundera, los relatos de Jesús se alejan del plano de la certeza
absoluta para compartir preguntas, dudas, incertidumbres. Inspiran, en lugar de
persuadir; inspiran otro pensamiento, inspiran al pensamiento mismo. Es un
libro que invita a quien lo lee a despojarse de su papel de convidado de muerto
para entrar en un juego de complicidades mutuas. En verdad, es muy estimulante
ser partícipe de esa gran charla intertextual.
Fragmento el comentario de Elizabeth Sánchez Garay
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